
Desde tiempos remotos se conoce el culto a la personalidad, que es la adoración y adulación a un caudillo o líder considerado carismático, que en nuestra realidad social lo hemos visto cuando se le tributaba al jefe de Estado, como a Ulises Heureaux (Lilís) y Rafael L. Trujillo Molina.
El concepto “culto a la personalidad”, tocado por Nikita Jruschov en su discurso ante el XX Congreso del PCUS, en 1956, se refería al culto al secretario general de esa organización y jefe de Estado Joseph Stalín.
Los que conocimos los horrores de Chapita sabemos cómo este se erigió en un fetiche, otorgándose a sí mismo “honores” de "benefactor de la patria", “primer maestro”, “padre de la patria nueva” o la frase “gracias a Dios y a Trujillo”.
Igual ocurrió con Luis XIV, rey de Francia durante 72 años, uno de los mayores ególatras de la historia, y su influencia impactó de tal manera, que su época (1638-1715) la han denominado el “siglo de Luis XIV”.
Los líderes juegan un rol en los procesos sociales, políticos y económicos, pero es inaceptable que a caudillos militares, héroes, ideólogos… se les atribuya un valor absoluto por encima del pueblo.
Es sabido que el culto a la personalidad se contrapone a la correcta educación de las masas; frena el crecimiento de su iniciativa y debilita en cada individuo el sentirse responsable por la causa común.
La humildad y bonhomía no han adornado la conducta de los líderes a quienes sus alabarderos les han tributado culto, como a los emperadores romanos, dictadores latinoamericanos y de otras latitudes.
La megalomanía se va gestando desde la niñez, como mecanismo de defensa y de formación reactiva. Es un delirio de grandeza, frecuente en líderes sociales, religiosos, políticos y en mandatarios tiránicos.