Variedades

A mí me salió un ‘muerto’

Por Luis Ramón de los Santos F. (Monchín)

Cuando nació, un día cualquiera del mes de febrero del año 1945, en la sección La Rancha de San Juan De la Maguana, sus padres le pusieron por nombre Pedro Sánchez; creció llamándose Pedro, pero cuando sacó la cédula de identidad por primera vez, el fotógrafo de cajón que inmortalizó su figura rechoncha y negra le dijo: «compadre, usted parece un pegote» y «Pegote» se quedó por siempre, hasta que los años redujeron a nada la memoria colectiva.

Los avatares de la vida del San Juan, de las décadas cuarenta y cincuenta, fueron testigos de los diarios afanes de este muchacho, hecho hombre a destiempo, curtido en la fragua del trabajo que apareciera. Fue un poco de todo, ebanista, talabartero, pintor de brocha gorda, decimero, músico empírico y cantante, adorador de Baco sin embargo en lo que más se destacó fue en el toque profundo, mágico y espectacular de la tumbadora.

La juventud de Pegote se desenvolvió entre los caminos prostibularios sanjuaneros y el frenesí que lo arropaba cuando tenía entre las piernas al instrumento que nadie, absolutamente nadie mejor que él ejecutara jamás. Sus manos ásperas retaban al cuero templado, haciéndolo vibrar y envolviéndolo al mismo tiempo en un rictus cuasi mágico, remedo del  «Sóngoro Cosongo» que una vez inmortalizaran Nicolás Guillen, poeta nacional cubano  y Luis Pales Matos, máxima expresión de la poesía negroide puertorriqueña.

Los pueblos del Sur de nuestro país son ricos en tradiciones y San Juan De la Maguana, aunque suroestano por definición geográfica, no es la excepción. Allí se toca cuando se nace y cuando se muere; el día de la virgen, se invoca a la lluvia para que bendiga a los campos y forestas o cuando la sequía parece no dar tregua. Se tocan el palo y el balsié, en las horas santas y los rezos y en cada tocada se comunicaban las manos de Pegote, con los ancestros africanos, porque es África y no España nuestra verdadera madre patria.

Negro, cabeza rapada y ojos saltones, sudando romo malo, Pegote rescataba con el magistral recurso de sus manos las tradiciones escondidas hasta que los bailantes y el mismo caían rendidos en un sagrado cansancio encendido de luces, cueros, madera y caña.

Una madrugada se le vio hacer su habitual recorrido por las catedrales del placer localizados en la parte alta de la ciudad, era parte de su cotidianidad tal y como eran los palos y las salves, pero ese día estaba destinado sin que Baco lo supiera a cambiarle la vida.

Tras una discusión en la «Barra El Crimen», infame propiedad de don Niní Rodríguez y la consecuente fiesta de botellazos, sillazos y trompadas que la siguió, alguien escondido en las sombras de la noche  le asesto a Pegote una certera pedrada  en la cabeza.

-«Corran coño que mataron a Pegote», gritó una de las damiselas de la noche; en pleno suelo se desangraba el hombre que minutos antes había protagonizado un monumental desorden, solo porque uno de los contertulios había  dicho que el tocaba mucho mejor la tumbadora.

Se moría Pegote irremediablemente, pero esa madrugada no estaba destinada para ser la última de ese formidable tocador. Llevado casi en andas al hospital Dr. Alejandro Cabral, los médicos recomendaron su traslado inmediato al hospital Dr. Darío Contreras de la capital, sin asegurar que llegaría con vida, allí estuvo en estado de coma por varios días hasta que se regó como pólvora que Pegote se había muerto,

Sus amigos lo lloramos, en su memoria se organizó una fiesta de palos, se le obsequió a cada participante un pote de ron Jacas Especial, etiqueta verde, de ese que emborracha antes de tomárselo y al filo de las 4:00 de la madrugada caminamos todos hacia nuestras casas rendidos, borrachos y llorosos se nos había ido Pegote; la tumbadora se quedaba huérfana y sola… pero, ¡oh destino!, Pegote no se murió.

Como si fuera un milagro salió del coma y tras pasar algunos meses recuperándose, regresó a San Juan como si nada, sólo para constatar que la gente lo seguía queriendo mucho y que añoraba verlo de nuevo tocar con frenesí, evocando las deidades africanas.

Un sábado, de esos que se pronostican aburridos desde el viernes, me fui a tomar unos tragos atendiendo a la gentil invitación de «El mago», amigo de infancia y libador sin causa, pero con efecto de todo licor que picara en la garganta, de común acuerdo escogimos uno de los prostíbulos sanjuaneros, serian poco más de las dos de la madrugada, cuando decidí realizar mi mejor esfuerzo masculino con una de las damitas de la noche.

Los cuartos de desahogo estaban localizados en el patio del prostíbulo, al llegar al mío sentí que una mano áspera se posaba en mi cabeza.

-¡»Monchin»!, escuché;

-Dame medio peso para completar una tercia.

Al voltear la cara me encuentro con Pegote, al que creía muerto y enterrado; me quedé mudo y tieso, con los ojos desorbitados; no sabia si correr o gritar; al ver mi lamentable estado y el estupor que sentía por haberme encontrado con un «muerto», me dijo:

-«¡coño Monchin, cuando estaba vivo nunca me diste nada, ni ahora que soy difunto tampoco; dame aunque sea una vela, pero dame algo…!».

Lo que paso después no se lo puedo contar; tras ese susto el que se «murió» no fue Pegote, sino mi orgullo masculino; gracias a Dios que fue una «muerte» provisional.

Años después de este suceso,  dicen que a Pegote lo encontraron muerto en el parque Enriquillo de la ciudad capital. Atrás se quedaron las fiestas de palos y la  ingesta exagerada de ron; poco a poco se fue olvidando el sóngoro cosongo de la África morena.

Pegote se murió, pero yo todavía pienso que alguna noche de farra y bohemia me volveré a encontrar con él.

Publicaciones relacionadas

Mira también
Cerrar
Botón volver arriba