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Cuba: Anécdotas con Barbarroja, El Gallego para Fidel

Por NOEL DOMINGUEZ

LA HABANA (PL).- El comandante cubano Manuel Piñeiro Losada tenía un carisma personal que constituía su distingo de excelencia y fue un verdadero bromista, criollísimo. Le decíamos Barbarroja por el color del pelo, sin embargo, el Comandante en Jefe Fidel Castro lo llamaba El Gallego por el origen español del padre.

Fidel le encomendó personalmente el cumplimiento de serias, complejas, compartimentadas y sumamente difíciles tareas, al extremo que algunas sólo fueron del conocimiento de esos dos hombres.

Encontrándonos el 20 de febrero de 1997 acompañando a Abel Prieto, entonces ministro de Cultura, en su dolor irreparable por la muerte de su querida madre en la funeraria de Calzada y K, recuerdo haberle encomiado a Barbarroja la publicación en la revista Tricontinental y por ende desclasificación de algunas de sus misiones cumplidas de mayor clandestinidad.

«El Jefe me pidió que lo hiciera, sobre todo ahora que estoy tan joven (contaba ya con 64 años) porque cuando me ponga maduro se me empiezan a olvidar cosas…».

Dondequiera que se encontrara, siempre alrededor de él nos juntábamos un grupo de compañeros, ¡era tanta la empatía que irradiaba!, y la funeraria no fue la excepción. Le pregunté entonces por qué estando en la Columna Uno de la Comandancia en la Sierra Maestra, lo enviaron al Segundo Frente con Raúl (Castro).

«Oye, médico (así me decía, no sólo por conocer mi vocación frustrada que trasladé a mi primogénita, sino por una misión que me mandó a cumplir antes, en 1969), tú preguntas mucho, pero te lo voy a contar.

«Fidel me llama a la Comandancia un buen día y me dice que mandaría a Raúl (Castro) a abrir otro frente y al Che (Ernesto Guevara) a preparar la invasión, que yo podía escoger con quién me iba.

«No lo pensé dos veces, conocía bien al argentino y lo exigente en extremo que era y pensé que al otro, siendo su hermano, lo iba a llevar más cómodo con los suministros y no nos faltarían jamás ni botas ni nada, y me embarqué, compadre, porque precisamente por ser el brother, lo llevó con la de palo, creo que me hubiera ido mejor con el Che».

Tuvimos que hacer un esfuerzo colectivo para no echar carcajadas por lo solemne de la ocasión.

Daba seguridad y apoyo

Piñeiro era un jefe sumamente exigente, pero al mismo tiempo -y eso no era contradictorio para él-, con mucho magnetismo, afable, cariñoso, que inspiraba y le daba a sus subordinados seguridad, intimidad, confianza y apoyo.

En 1969 y con sólo un año como Jefe de Sección en el Ministerio del Interior, me manda a buscar junto a Roberto (Fabián Escalante, jefe de Dirección en ese entonces) y me encomienda una importante tarea fuera de Cuba haciéndome puntillosas exigencias sobre orientaciones que al respecto había impartido el Comandante en Jefe.

Salí orgulloso pero algo inquieto; era mi primera misión de trabajo en el exterior, me acompañaban dos valerosos médicos que me doblaban la edad -“Cuco” Rodríguez de la Vega e Ismael Borrajero- y con ambos, sin yo saberlo, Barbarroja se había reunido antes precisándoles que yo sería el jefe y les explicaría durante el vuelo en qué consistiría la tarea.

Aquello salió bien y a los tres días estábamos de regreso con la misión cumplida, pero yo venía “acobardado” porque por un imprevisto tuve que adecuar una decisión de Fidel y tendría que explicárselo a Piñeiro, quien tan quisquillosamente me lo había insistido.

Aterrizamos y al pie de la escalerilla me recogió en el auto VW color rojo (como su inmensa barba que en aquellos años aún no mostraba las canas amarillentas del después), en que acostumbraba a desplazarse en aquel entonces, él al timón pues casi nunca usaba chofer, tal era su afición por la conspiración.

Enseguida me espetó mi falta, tan pronto nos pusimos en marcha, reclamando con vehemencia mi explicación que se la expuse con mucha convicción y le satisfizo. Sin embargo, cuál no sería mi sorpresa, cuando yo comenzaba a respirar más calmado, al decirme “… todo eso está muy bien, pero ahora vamos a que se lo expliques al Comandante en Jefe, allá está el Viceministro Primero esperándonos”.

Sentí un vuelco en el corazón que él percibió, y poniéndome una mano en la rodilla, en muestra de solidaridad, señaló: “Tú tranquilo, yo te apoyo y asumo tu decisión como si fuera mía”.

Era la primera vez que, en función de mi trabajo en la Seguridad, me entrevistaba con Fidel; fue en la Calle 11 y para complicar más las cosas, como eran más de las tres de la madrugada, hubo que sugerir lo despertaran. No fue nada fácil explicarle, justificarme y que, por suerte, al final me comprendiera. Piñeiro me apoyó con vehemencia absoluta, a tal extremo que el propio Comandante en Jefe en varias ocasiones tuvo que preguntarle: ¿pero, quién estuvo allí, él o tú?, deja que sea él quien explique. Así era Barbarroja en su entereza y hombría.

Insomne desconfiado

Transcurría uno de los Congresos de la FEU, y en la jornada de clausura el 3 de marzo de 1990, el Jefe del Departamento Ideológico del Comité Central del Partido Comunista de Cuba (CC del PCC) de aquel entonces me mandó a buscar para estar junto a él en la cabina de transmisión.

El Comandante en Jefe, ubicado en la presidencia, usa una jarana con Fernando Vecino Alegret, entonces ministro de Educación Superior: “Vamos a oír qué opina Vecino, que es un disciplinado sargento de academias…” (realmente Comandante, después de la Sierra).

Barbarroja irrumpe entonces en la cabina de transmisión donde nos encontrábamos, todos nos paramos como un solo resorte, pero hace un gesto con la mano en señal de sentarnos: “Médico, cómo fue ese asunto de que una fuente tuya le rebatió algo, en una charla sobre el Che en la Universidad, a un funcionario de América (referido al Departamento América del CC del PCC que ya en aquellos momentos él se encontraba dirigiendo).

“Comandante (contesté con sumo respeto y modestia) no se trató de ninguna fuente, fue un militante del Partido de la propia Universidad que, ubicado entre el auditorio de la conferencia, comentó que él lo había oído muy atentamente hablar con mucho elogio sobre el Che, pero sin decir nada sobre el maestro del Che, Fidel Castro”.

Ahí mismo soltó su incondicionalidad hacia el Jefe de la Revolución, de la cual siempre hacía gala: “Si fue así como tú dices, a ese militante hay que darle una medalla y al mío una buena patada por el fondillo, pero sigo con la duda de si era fuente tuya o no, está demasiada buena su aclaración…”. Así era de campechano pero también de insomne desconfiado.

Hora antes del fatal accidente

Lo vi por última vez tarde en la noche de aquel mismo triste día del 11 de marzo de 1998 y hablamos, siempre con la empatía para nada disimulada que le profesaba, unas horas antes del fatal accidente.

Acababa de regresar de la conmemoración del 40 aniversario de la constitución del Segundo Frente que Fidel orientó a Raúl organizar para extender la guerra a toda la serranía. De allí vino raudo a la Embajada de México, no recuerdo por qué conmemoración, e hizo otra breve escala.

El nuncio, monseñor Beniamino Stella, presente en aquella recepción mexicana como el resto del cuerpo diplomático, quien le profesaba, me consta, una gran admiración y simpatía personal, lo tenía en un aparte, presentándole una y otra personalidad religiosa presente en la actividad.

Cuando me divisó, él, conspirador sempiterno, me hizo una seña de que me acercara, a lo que accedí solícito: “Médico ¿qué era lo que tú querías plantearme? Con permiso, señores, tengo que hablar con estos misteriosos de la Seguridad que siempre se creen se las saben todas”. Me tomó por el brazo y me apartó: “Sácame de aquí, que estoy cansado…”. Así de franco, espontáneo y gran comunicador era Barbarroja, El Gallego para Fidel.

No había evidenciado nada con hablarles de mi oficio porque él de sobra conocía que durante la visita del papa Juan Pablo II, fui designado públicamente como jefe de la C.I., integrante de la Comisión Iglesia Estado que presidida por José Ramón Balaguer y compuesta por Caridad Diego y todos los obispos cubanos, más el cardenal Jaime Ortega, se constituyó para la ocasión.

Fui testigo en aquella recepción de la Embajada mexicana cuando, sin ingerir un solo trago, pues no lo hacía casi nunca y menos trabajando y él siempre estaba laborando conspirativamente, se ofreció para llevar hasta su casa al periodista Luis Báez, que andaba sin carro.

Se fueron juntos y cuando regresaba de la casa de Luis Báez, del Vedado, para la suya en Miramar, siempre solo y sin chofer, una hipoglicemia (era un diabético crónico mal cuidado), le jugó una mala pasada en la calle Séptima.

Lo que no pudo el enemigo -que le vigilaba paranoicamente sus rastros como perro sabueso tratando de conocer en Cuba y en el mundo en qué pasos andaba, porque sabía a ciencia cierta que en cada uno de sus desplazamientos estaba siempre una orden del Comandante en Jefe- lo hizo el destino y nos lo arrancó en plenitud.

Tres días después hubiera cumplido 65 años, y comenzaba a descompartimentar, por indicaciones de Fidel, informaciones sobre acciones vividas haciéndolas públicas dosificadamente en la revista Tricontinental.

Sirvan estos modestos recuerdos para honrar la memoria de aquél cuyas misiones y tareas siempre quedarán en el mayor de los misterios, pero que su audacia, carisma y ejemplo de fidelidad sin límites y a toda prueba para con “el maestro del Che”, siempre constituirán una guía certera.

Manuel Piñeiro Losada, conocido como Barbarroja (Marzo 14, 1933-Marzo 11, 1998), desde muy joven se integró a la lucha contra la dictadura de Fulgencio Batista. Se incorporó a la lucha guerrillera en la Sierra Maestra y como miembro de la Comandancia del II Frente Oriental Frank País alcanzó el grado de Comandante.

Al triunfo de la Revolución fue uno de los encargados de la formación de los órganos de la Seguridad del Estado y de coordinar la ayuda a los revolucionarios que en América Latina luchaban contra las dictaduras en sus países. Fundador del Partido Comunista de Cuba, perteneció a su Comité Central desde 1965 hasta 1997, en que se retiró a la vida privada.

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