
Personajes pintorescos del San Juan de siempre
Por Luis Ramón de los Santos F. (Monchín)
Fue el terror de la muchachada sanjuanera, cuando al promediar las 5:00 de la tarde, día tras día excepto el domingo, su grotesca figura con acentuado olor a carne cruda asomaba por las calles que daban acceso al Mercado Público Municipal, calles polvorientas y bulliciosas del centro nervioso de la ciudad, donde se congregaba la barriada bucólica, sin oficio y traviesa, para verlo pasar mascullando un resabio.
De paso rápido, mirada huidiza y recelosa, su áspera anatomía sin embargo nunca reflejó su verdadero carácter, era fundamentalmente un hombre bueno y tímido, cuyo único pecado fue haber nacido feo de solemnidad.
Escogió el oficio de carnicero desde muy joven y tal parece que el contacto diario con las reses sacrificadas le impregnó en la piel, un olor característico que se advertía a leguas. A su paso los perros sin dueño, «viralatas» de oficio, sin beneficios, ladraban con desesperado frenesí, como si imploraran desde sus gargantas realengas la sabrosa limosna de una piltrafa.
No hubo perro suelto o amarrado que a su paso no se desesperara, parecía una nota de singular folklorismo pueblerino aquel concierto atono y desesperante cuya estridencia anunciaba el torvo paso de nuestro protagonista, cuya mirada tímida dejaba escapar de cuando en vez y de vez en cuando el tímido rubor de una lágrima.
Pero no sólo los perros denunciaban su presencia, no señor, los niños asustados por su inminente llegada se refugiaban bajo las faldas de sus madres, que en amorosa amenaza advertían a sus pequeños «si no te portas bien, no completas la tarea y no te acuestas temprano lo voy a llamar para que te lleve», era después de todo una advertencia amable porque a nadie en San Juan se le podría ocurrir que ese señor fuera era en realidad el protagonista de ningún cuento de Hans Cristian Andersen, a pesar de ser el creador de nuestros primeros sustos infantiles.
A veces, en sutil remembranza de mis años infantiles recreo su figura, tal cual era: regordete y bajito. pelo crespo y rojizo, con aspecto de nativo africano. De pómulos saltones y boca ancha y escasos dientes, de esa boca, señores, salían cientos de improperios a diario algunos de factura reciente, inventados al vuelo cuando la muchachada traviesa arrojaba piedras a su paso.
En su mano derecha firmemente asida una lata llena de piltrafas y colgada del hombro derecho una lanilla de color indefinido, que yo supongo fue roja alguna vez.
Los domingos, sin embargo, su presencia física era distinta, perfectamente aseado, el pelo chorreando al punto de las doce, la olorosa vaselina «Colibrí», como queriendo escapar del inclemente sol del medio día. Su sempiterna franela interior, sin mangas, de la que pendía firmemente un mohoso alfiler de cabecita, con una medallita de la virgen de La Altagracia, tenía los mismos visos de «veintiúnica» que la chacabana blanca y de fino acabado, cumplimentados con unos lustrosos zapatos negros.
Pasaba, sin embargo, desapercibido para la mayoría; ya su presencia no era anticipada por perros realengos ni carajitos traviesos, exudaba un olor y una presencia distintos. Yo, que a veces de tanto ensayarlo podía vencer mi timidez, escondía medio cuerpo en las faldas de mi madre y lo saludaba con más miedo que vergüenza y el amoroso y tranquilo me respondía: «Adiós mi muchachito, pórtese bien con su mamá…»
Nunca supimos con cual nombre vino al mundo, pero todos lo conocimos, temimos. recordamos y amamos como «Vale Toño».
- El autor es locutor, residente en Estados Unidos