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¿Qué música (im)pongo?

Por  Madeleine Satié Rodríguez

Hay una pregunta crucial que debe hacerse toda persona que le está permitido, mientras trabaja, poner música que escuchan otros. La consulta al interior de sí mismo sería ¿qué música pongo? Ideal fuera que no hubiera necesidad de hacerlo, dado que no existieran temas pululantes de inaceptables groserías, ni que fuera tan común el consumo de ellos, como si no significara un absoluto irrespeto y una agresión a quienes sin aceptarlo se les imponen.

Pero los temas existen, y abundan sus seguidores. La palabra soez, repetida hasta el cansancio, incide en la estima propia y genera en el pensamiento penosas realidades. Y aunque muchos de los que las admiten parecieran ignorarlo no hay al respecto ni ingenuidad ni desconocimiento. Todos sabemos lo que resulta obsceno; todos sabemos lo que se siente insultante.

Lo perciben incluso los que no se escandalizan con una canción que explicita a viva voz experiencias sexuales; o designa, en el más bajo registro lingüístico, las partes íntimas del cuerpo y lo que se hace con ellas; o exhorta al desenfreno, como si fuera una gracia. Sin embargo, hay quienes parece desconocieran que tales expresiones lanzadas al rostro en temas que no queremos oír, no solo vulneran al ser humano, sino que atropellan la dignidad humana, siempre bienhechora, y creen que defender la decencia es puritanismo.

Si el administrador de la tienda tiene el propósito de animar su establecimiento con música, el gesto habrá de tener como fin que contribuya al buen trato. Si el chofer profesional enciende la reproductora del carro en el que recoge a sus compañeros, tendrá en cuenta que, como mismo no les habla con descompostura, tampoco puede poner aquello que sabe se pasa de escandaloso. La batalla es ardua; el escenario, embarazoso.

Pero batalla al fin, y además tan recta, hay que seguir librándola. Entre las funciones del chofer del carro, o del administrador del mercado, está también la de propiciar la estancia o el acompañamiento feliz a aquellos a quienes prestan servicios.

Que no falte la palabra que educa –incluso a quienes debían ya por adultos estar educados–; la reflexión colectiva; la llamada de atención de quien debe velar por ello. Mucho se ha hablado del asunto, pero más queda por hacer. El espíritu no es un órgano, pero se contamina y puede enfermar si se hace resistente a la rudeza, a la falta de cuidados y a la incultura.

● La autora es periodista

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