El compadre Tequila
Por Luis Ramón de los Santos F. (Monchín)
Mi abuela materna doña Marina Figuereo solía salpicar con frases y dichos populares sus conversaciones cotidianas, de ella recuerdo muchas salidas ingeniosas con las que sazonaba sus largas charlas a cualquier del día o de la noche, total, ella era la jefa de la familia, la matrona dulce, pero recta de un hogar en el que yo era uno de los dos varones, y había que escucharla, quiérase o no.
Todos éramos sus oyentes obligados pero mi abuela tenia preferencia por un compadre llamado Rolando Collado, alias «Tequila”. El compadre Rolando nunca usaba reloj » para no ser esclavo de esa vaina, «, según decía.
La verdad es que nunca supe quien le había bautizado o confirmado a quien, solo sé que eran compadres. Se trataban como tal y cuando Rolando llegaba a mi casa había que saludarlo y tratarlo con el respeto que se merecía por ser compadre de la jefa. Era «plomero etílico», es decir, trabajaba con un destupidor de inodoros en una mano y en la otra un pote de ron, vestía siempre de negro y una que otra vez, es decir, entre jumo y jumo pedía que no le llamaran Tequila ni Rolando sino «El Águila Negra”.
El compadre era todo un personaje, de esos que caracterizan las historias cotidianas de los pueblos, pero en el habían también peculiaridades que me permitieron conocerlo mejor, y que hoy, después de tantos años de ausencia y para evitar que su recuerdo se borre de mi memoria y de la colectiva, quiero evocar en este escrito para que se quede como testimonio de mi cariño.
El «El Águila Negra» llegaba invariablemente a mi casa, a pesar de que odiaba a los relojes, a las doce en punto del medio día, no se había extinguido la estridente advertencia de la sirena de los bomberos advirtiendo que ya era «la hora de comida» cuando un sonoro y estridente «buenas tardes», voceado desde el portón del patio inundaba toda la geografía física de la casa, situada en la calle 16 de agosto número 43 en San Juan de la Maguana.
Al principio, yo en mi candidez de muchachito, no entendía porque llegaba siempre a la misma hora si el día contaba con 24 pero después de verlo literalmente harto como una chincha esperando que mi prima Fefa sirviera el infaltable café de sobremesa me entraron sospechas de que el cariño de compadre se hacía más grande a medida que el hambre avanzaba.
Como viejo amigo de la casa e interlocutor privilegiado de la abuela el inefable Tequila, palillo en boca iniciaba una larga perorata que casi siempre versaba sobre lo mismo: las rancheras de Miguel Aceves Mejía, las películas de «El santo», lo bueno que era el romo y lo bien que cantaba Codina, la voz que llenó toda una época.
Toda esa parafernalia duraba más o menos una hora y media, la cual a mí me parecía eterna pero que todos los demás contertulios gozaban como enanos, luego se recostaba en la mejor mecedora que había (la cual herede al morir mi abuela en el año 1992) y tras un par de horas de siesta adornadas con ronquidos y una que otra insolencia estomacal, se despertaba para reclamar «algún dulcito que se encontrara por ahí y que nadie quisiera».
Cerca de las tres de la tarde dispuesto a terminar algún trabajito de plomería que había dejado inconcluso solo para almorzar en la casa de su comadre Marina iniciaba un ritual de despedida que invariablemente terminaba con un «hasta mañana», amenaza que cumplía con exactitud meridiana, a pesar de que odiaba los relojes.
Les decía al principio que mi abuela era muy dada a pronunciar frases jocosas e ingeniosas, una de esas frases, la que muchos años después pude entender era la siguiente: «llego el de vasito», frase extraña que al parecer no tenía sentido.
Una tarde, cuando la curiosidad casi estaba a punto de matarme, le pregunté a la abuela el significado de la misma y esto fue lo que me dijo: «Monchín, ¿tú recuerdas que el compadre Tequila llegaba a la casa exactamente a las 12:00 en punto?»
Sí, le contesté, «Bueno mi hijo, ¿en qué envase vienen los velones de 50 centavos? En un vasito, le respondí. «¿Y cómo se le dice a la gente que llega todos los días a una casa que no es la suya, justamente a la hora de comer?» ¡Un velón,!, le contesté. «Ahí está, ahí está, Monchín del alma… «el compadre Tequila es un velón».
Muchos años después, hice una visita al asilo de ancianos de San Juan de la Maguana, y en un rincón, sólo acompañado de sus recuerdos, vi al compadre Tequila; no me reconoció; me senté a su lado y le hablé de su comadre Marina; vi cómo se humedecieron sus ojos y me preguntó cómo estaba ella; le dije que había fallecido hacia algunos años,; sólo se limitó a mirarme y decirme: «Para allá vamos todos…».